El SS Great Eastern: El Barco Maldito

Asesinos del Zodiaco
Asesinos del Zodiaco

Como el Hindenburg o el Titanic, el Great Eastern es uno de estos casos de colonialismo con verdadera mala suerte. Se diría que continúan funcionando las maldiciones que recaen sobre aquellos que se envanecen de sus obras. He aquí su leyenda:

Proyectado en 1851, este paquebote era el doble de ancho de cualquiera conocido en su época. Su desplazamiento era cuatro veces superior y el tonelaje total cinco veces por encima de cualquier aparato que se atreviera a cruzar los mares. Era un verdadero gigante, destinado a ser maldecido por el Diablo.

Tendrían que pasar más de cuarenta años antes de que algún barco construido por mano humana se aproximara o igualara las dimensiones del Great Eastern en su época. Ocho masivas máquinas de vapor movían el monstruo. Los pistones tenían un diámetro de seis pies. Aparte de aquel increíble despliegue de energía a vapor el barco llevaba seis mil quinientas yardas de velas auxiliares.

Seis mástiles hechos con árboles que Superaban los 115 pies de altura y cinco chimeneas que parecían pozos sin fondo. Fue considerado como el primer barco insumergible del mundo por el sistema revolucionario de compartimientos estancos. Su sistema telegráfico tenía tantas ventajas que el Great Eastern sería como un campo de experimentación para el mismo.

Sus insaciables cavernas que parecían cavadas en los abismos de una negra montaña albergaban suficiente combustible como para nutrir a una pequeña ciudad de veinte mil habitantes por todo un año en invierno.

Los camarotes de los pasajeros estaban iluminados por lámparas de gas, pero la cubierta superior tenía lámparas de arcos eléctricos. Veinte años antes de que Thomas Alva Edison inventara el sistema.

El barco estaba diseñado para acomodar cuatro mil pasajeros con todas las comodidades conocidas en la época Y algunas que aún no se conocían. El salón principal que corría entre la primera y segunda clase era de las dimensiones existentes en cualquier salón recibidor de un moderno hotel internacional. Este gigantesco salón estaba decorado con las sofisticaciones más increíbles. Mármoles italianos, sedas y damasquinas de Persia, terciopelos árabes, metales preciosos, todo era poco para la fantasía de los decoradores que habían trabajado en aquella maravilla sin parangón.

Lo más extraordinario del Great Eastern estriba en los hombres que le dieron vida al proyecto. Un hombrecito genial, adusto y solitario conocido como Kingdom Brunel y el todopoderoso millonario dueño nada menos que del diamante Hope. Extraña pareja en verdad.

Brunel, el diseñador, jamás en su vida había diseñado un barco. Era un genio en la construcción de ferrocarriles, tenía una habilidad especial para jugar en la bolsa, era un genio en el diseño de túneles y puentes y finalmente.

Antes de cumplir los veinte años, este extraordinario hombrecillo, construyó nada menos que el Túnel que cruzaba el río Támesis. Poco antes de su muerte inventó un forceps que aún en nuestros días es pieza básica en el instrumental de cualquier cirujano en el mundo.

Entre los ayudantes había figuras extrañas. Allí estaba por ejemplo, el profesor Charles Piazzi (reputado astrónomo) profesor John Scott (piramidologista) y, hasta un mago profesional. ¿Qué representaban estos personajes en la construcción de una maravilla naval? Misterio.

Y aún faltaba la coincidental más extraña de todas. El dinero para la construcción del monstruo futurista partió del bolsillo menos esperado, el dueño del Diamante Hope conocido en el mundo entero por su “maldición sobre los que lo poseían.” ¿El Destino ligaba la maldición del diamante con el barco a construirse?

El banquero londinense Lord Henry Thomas Hope asumió la responsabilidad financiera y el conglomerado se unió bajo la denominación de Eastern Steam Navigation Company. Dos mil obreros se dieron cita alegremente el día programado para el inicio de las labores. El astillero se había situado en la isla de los Perros a un costado del Támesis.

Día y noche retumbaban los martillos de trescientos operarios colocando los clavos de una pulgada en grueso a fin de unir las descomunales planchas de acero. Y entonces comenzó la maldición del Diamante Hope a funcionar.

Un joven trabajador de apenas quince años se cayó por uno de los costados que ya se alzaban a peligrosa altura falleciendo instantáneamente. Otro trabajador le siguió a la misma fatídica suerte en menos de una semana. Dos más cayeron de un andamio falleciendo instantáneamente. Un silencio de muerte y pesimismo se cernía en el astillero. Los obreros no se atrevían a mirarse entre sí y expresar sus pensamientos.

Los periódicos de la época se apresuraban a proclamar que el Diablo maldecía a todos aquellos que se acercaran a la construcción mediante el Diamante Hope. La construcción disminuyó en su ritmo vital, pero no en su impulso. El barco tenía que ser construido en el tiempo marcado a como diera lugar y así sería. Y continuaban las fatalidades.

Uno de los ejecutivos de la compañía encargado de vender acciones de la misma moría de repente sin causa de por medio en plena sesión comercial. Las acciones caían de su mano al suelo entre espasmos cuando fallecía, como presagio de lo que le esperaba al Great Eastern.

Un visitante que se encontraba demasiado cerca de la construcción caía al suelo con la cabeza reducida a pulpa por una de las grúas ante la aterrada mirada de los trabajadores que nada podían hacer. Todas, absolutamente todas las muertes habían sido instantáneas. Y para colmo de desgracias una tarde a la hora del cobro se notaba la pérdida de dos trabajadores que colocaban remaches en las pailas interiores.

El capataz mandaba a buscarlos pensando que simplemente se había retrasado. Nada más lejos de la verdad. Los dos trabajadores se habían esfumado. Jamás volvieron a verse. De allí en adelante la atmósfera era de pánico en el Great Eastern que ya tomaba forma. Comenzó a correr el rumor que, debido a la urgencia de la construcción ambos trabajadores habían sido sellados vivos en uno de aquellos paneles estancos.

La compañía se apresuró a desmentir este rumor catalogándolo de “infundado y malicioso.” Pero lo cierto era que los trabajadores habían desaparecido sin dejar rastros.

Y por fin llegaba el ansiado día de la botadura oficial. Noviembre 3 de 1857. En ese día la hija del millonario banquero Hope estaba supuesta a amadrinar el barco con la clásica botella de champaña. La señorita Hope alzó la botella sobre la borda y antes de que tuviera el tiempo de estrellarla bautizando el barco éste se desplazó ominosamente en las sólida cadenas que lo sujetaban.

Ante el griterío de la inmensa multitud que se congregaba en el lugar el coloso de acero se doblaba hacia un costado aplastando vidas humanas. Dos hombres se ahogaban en las sucias aguas del Támesis tratando de escapar a la ominosa masa que se inclinaba. Una veintena más era reducida a pulpa. El cuadro no podía ser más espantoso, aves, aullidos de terror agónico, borbotones de sangre que escapaban bajo el costado del monstruo. Ese fue el bautizo que recibió el barco más grande del mundo; el bautizo de la sangre humana.

Un mes habría de transcurrir antes de que se acallara el escándalo suscitado en todo Londres. Los periódicos volvían a la carga con renovados bríos. Mostrando a la hija del banquero Hope con una mirada de consternación y la botella de champaña alzada en su mano derecha mientras que el barco se inclinaba. Después la lista inacabable de los descuartizados.

Al mes exacto se realizaba un nuevo intento de botadura en el Támesis. La multitud acudía en cantidades aún mayores que la primera vez, todos querían ver la siguiente etapa de la maldición Hope sobre el Great Eastern. Poco tardarían en saciar su curiosidad. Evidentemente, bajo el excesivo peso de la multitud uno de los muelles cedía aparatosamente sepultando en el agua a cientos de espectadores. Entre los gritos de auxilio se olvidaba la botadura del inmenso monstruo.

Mientras que los equipos de rescate alineaban en los muelles cercanos los cadáveres ahogados de más de cien espectadores. De allí en adelante todo el que pasaba cerca de la isla de los Perros se hacía la señal de la cruz, como si el mismísimo demonio habitara en las entrañas de aquella masa negra que permanecía inmóvil en el astillero.

Este golpe fue demasiado para el hombrecillo responsable indirecto de tanta sangre. El corazón de Brunel falló de repente y tuvo que ser internado. Casi dos meses más tarde se lograba al fin lanzar el hosco barco al agua grasienta y aún sangrante del Támesis. Era el 31 de Enero de 1858.

Para entonces la Compañía Eastern Steam Navigation se había declarado en bancarrota y una nueva compañía era formada con urgencia tras buscar nuevos accionistas. La nueva poseedora del Eastern se llamaba The Great Ship Companv. Seguían las inexplicables desgracias.

En una noche completamente en calma el Great Eastern, sin motivo aparente rompía dos de sus numerosas amarras y se balanceaba peligrosamente en el centro del Támesis. Los aterrados barcos menores escapaban a toda máquina mientras que la inmensa mole giraba en redondo como un perro sediento de sangre. Finalmente, tras un par de accidentes con heridas superficiales en curiosos se lograba dominar al barco. El gigante homicida permanecería en sus amarras casi dos años antes de que se lograra reunir el suficiente capital como para iniciar sus viajes. Ya para entonces el Great Eastern era parte de la leyenda londinense. Tal como podrían serlo los Guardias Reales o los fantasmas en las viejas casonas embrujadas.

El 9 de Septiembre de 1859. Un enfermo, moralmente destruido y melancólico Brunel subía al inmenso barco para su prueba final antes de dedicarlo al transporte de pasajeros. Brunel apoyaba sus manos en el puente de mando. Todo estaba listo. Sus ojos miraban la gigantesca estructura elevaba el brazo para dar la señal de partida y caía muerto de una embolia. Tras de este último presagio ya nadie guardaba la menor duda de que la maldición de los infiernos había caído sobre el barco.

El sacerdote daba los últimos toques a la ceremonia en el cementerio. El ataúd de Brunel era alzado para después bajarle a la tumba cuando una terrible explosión se dejaba sentir en todo Londres. Una de las ocho pantagruélicas calderas del Great Eastern había reventado en mil pedazos. Nueve hombres que trabajaban en Great Eastern eran reducidos a llamas vivientes y se cocinaban vivos. Catorce más pasaban a los hospitales a punto de morir; y todo esto en pleno entierro de Brunel.

Pasarían dos meses antes de que la compañía lograra aplacar los ánimos de una forma parcial. Los periódicos pedían a voz en cuello que se libraran de aquel “diabólico monstruo” Los pasajeros se negaban a embarcarse en el Great Eastern. En un viaje de prueba el primer maquinista perdía la mano en una caldera.

Todo estaba preparado para el fantasma del Great Eastern. Durante días los tripulantes se habían venido quejando de unos extraños martilleos que se escuchaban en los pasillos. El mismo capitán los había oído en noches insomnes y nadie sabía a ciencia cierta de donde procedían los mismos. Los más espantosos rumores comenzaron a escucharse entre la marinería.

Una parte de ellos decía que los mismos se debían a que las paredes estancas de acero estaban cediendo. Que era una cuestión de días el hundimiento. La mayor parte decía que se trataba de aquella pareja de obreros supuestamente empalada viva en las entrañas del barco. Lo cieno es que el martilleo seguía incesante, terrorífico.

La tripulación del barco terminó por amotinarse. Los motines y disturbios fueron tan violentos que la mitad de la tripulación tuvo que ser colocada tras las rejas. El 21 de enero de 1860 el capitán Harrison, varios de sus más fieles oficiales y un niño de nueve años abandonaban el barco en una misión rutinaria. Aún no se habían separado media milla del mismo cuando, de forma inexplicable el bote en que viajaban era presa de un remolino volcándose. El capitán Harrison, dos de sus oficiales y el niño perdían la vida en las turbias aguas del Támesis.

Era el primer caso en la historia en el cual un capitán no podía tomar posesión de su barco, aún cuando llevaba más de un año y medio a bordo del mismo. El 17 de junio de 1860 el Great Easten lograba el permiso para abandonar el puerto. Era el primer viaje con pasajeros del monstruo siniestro y criminal. Para esta travesía solo pudieron encontrarse 36 pasajeros a pesar de los precios de liquidación que ofrecía la compañía propietaria. Viajar en el Great Eastern era sinónimo de muerte. Los pasajeros eran despedidos por familiares y amigos como si marcharan directamente al infierno. Más que un viaje de placer lucía que los infortunados 36 seres humanos se disponían a viajar en la Barca directa al Infierno.

En el primer día se decidió probar el inmenso velamen que hasta aquel momento y en casi tres años y medio no se había movido. Las seis mil quinientas yardas de velas tardaron más de seis horas en ser desplegadas, sólo para encontrarse que la mayor parte de ellas estaban inutilizadas. Definitivamente no se podía contar con el velamen.

Esta perspectiva no era nada agradable para el nuevo capitán John Vine Hall, porque su experiencia le decía que podían necesitarlas en cualquier momento. Y esto sucedió muy pronto. Las máquinas fallaron al siguiente día de la prueba con el velamen. El ominoso presagio del capitán se había cumplido.

Por tres días la increíble mole viajó al garete de un lado al otro. A merced de las fuertes corrientes del lugar. En aquellos momentos si se hubiesen cruzado con otro barco hubiese sido imposible evitar la colisión. Tres días de angustias vivió el capitán Vine Hall, pero en ellos se dio maña en distraer a sus escasos pasajeros con conciertos de violín y piano, mientras la negra mole viajaba al rumbo entre una espesa neblina.

El gran salón principal, orgullo del Great Eastern se descubrió al quinto día que no podía ser usado. Dos de las chimeneas principales corrían por él. Cubiertas por una espesa capa de decoración, pero cuando las chimeneas funcionaban el calor era tan insoportable que aquello se convertía en un horno. Como bien recalcó un pasajero en el viaje: “El Gran Salón, decorado en rojo terciopelo parecía la antesala del Infierno en aquel calor diabólico”

El 25 de Junio un tripulante se volvió loco de repente. Saltó sobre los pasajeros y miembros de la tripulación hiriendo a varios de ellos con un filoso cuchillo y profería denuestos y obscenidades clamando que “respondía a órdenes divinas.” Tuvo que ser reducido a la impotencia tras dejar un mar de sangre en la cubierta y encerrado a cal y canto por el resto del viaje.

El Great Eastern se encontró envuelto en este viaje por la niebla y los enormes icebergs glaciales que cruzaban el océano. El piloto descubrió para su horror que el enorme armatoste no respondía al timón y que sus movimientos apenas podían ser controlados.Cuando el Great Eastern, finalmente llegó a Nueva York era el último día de junio. La pesadilla del viaje tenía que tener un final de acuerdo a las circunstancias. El barco fuera de control se precipitaba contra los muelles y la multitud que le aguardaba. Los gritos de bienvenida y las risas de los americanos se transformaban en chillidos de espanto y aves de dolor mientras que la descomunal proa partía cuerpos humanos como la guadaña de la muerte.

Sin embargo el pueblo americano desconocía o ignoraba la reputación de “maldecido por el Diablo” que seguía al barco. En derredor del mismo se organizaban todo tipo de fiestas, expendidos populares y hasta ferias. En el centro de este tumulto que ya duraba una semana sucedió lo que podía esperarse de su fama. Mientras que la multitud bailaba y se divertía sobre el aserrín fresco puesto en los lugares embestidos por el barco, para cubrir las manchas de sangre, estallaba un incendio en el muelle principal.

De nuevo las risas y las fiestas se convertían en un “sálvese el que pueda.” Lo que es más, la conflagración amenazaba con llegar a las cavernosas fuentes de suministros del Great Eastern. Esto hubiese significado una explosión como jamás se conociera en la historia de la Humanidad.

Tras una enconada lucha por el departamento de bomberos se lograba dominar el siniestro, no sin que antes nueve bomberos pasaran al hospital materialmente achicharrados vivos.

Tras de una infortunada gira en la cual el Great Eastern tomó dos mil pasajeros para cruzar hasta New Jersey y en la cual hubo de todo, el Great Eastern estaba dispuesto para volver a Londres. Esta vez cien pasajeros viajaban a bordo. El viaje de vuelta no transcurrió sin incidentes. Hubo un par de muertes. El barco embistió un pequeño remolcador mandándolo al fondo del mar y uno de los directores de la compañía que estaba a bordo murió de un ataque al corazón.

En el verano de 1861 el gobierno inglés decidió usar el Great Eastern como transporte de tropas desde Inglaterra hasta Canadá. Junto con las tropas iban como pasajeros 473 mujeres y niños. 400 en la tripulación y 122 caballos. Esto sin contar con la tropa que totalizaba casi tres mil soldados. El primer día del viaje se caracterizó por un inesperado motín que no parecía tener motivo (aparentemente la tropa deseaba a las mujeres) Lo cierto es que hubo más de diez muertos y de nuevo la sangre corrió como agua por la cubierta superior del monstruo maldecido.

La armazón del Great Eastern fue incapaz de evitar un glaciar que abrió un amplio hueco en sus costados y que de paso mató una gran parte de los caballos en la segunda cubierta. El ejército inglés se dio prisa a cancelar su contrato para transportar tropas en el Great Eastern, destruyendo las esperanzas de ganancias en la compañía al borde de la quiebra.

En Septiembre de 1861 se logró completar un nuevo viaje hacia Nueva York. Cuatrocientos pasajeros decidieron correr el riesgo de viajar en aquella masa de muerte y destrucción. Sólo para encontrarse que habían cometido el peor error de su vida.

A merced de una tempestad fuera de temporada (los dos viajes del Great Eastern habían tropezado con tempestades no previstas) el barco perdió sus paletas impulsoras. Una chimenea explotó. El Gran Salón quedó a merced de los pesados pianos que se movían de un lado al otro como toros enfurecidos destruyendo toneladas de cristalería y tapicería. Los pasajeros sufrieron más de cien bajas entre lesiones físicas y enfermedades aún cuando ninguno llegó a morir. Aterrados, se amontonaban como cadáveres en un rincón del segundo salón, mientras que la carga libre de sus ataduras corría por los inmensos pasillos destruyendo y aplastando todo lo que encontraba a su paso.

Las vacas vivas que se guardaban bajo cubierta para ser sacrificadas se soltaron y arremetieron contra todo aquel que se le cruzaba en su camino. El cuadro era dantesco, las luces fallaron. En verdad podía compararse fácilmente con el Infierno del Dante.

Y al final de este horroroso viaje la tripulación volvió a amotinarse en el medio de la tempestad. Los quejidos de los heridos, la sangre corriendo por los mármoles, la carga destrozando todo a su lado. y los animales embistiendo con los hocicos llenos de espuma sanguinolenta en la más completa oscuridad completaron el cuadro psíquico.

Los dementes eran cazados a tiros en la cubierta. Los vivos luchaban entre sí por botines en les camarotes. El más espantoso caos reinaba en el barco en tinieblas y sin control en pleno océano. Y en el centro de esta tragedia horrenda los pocos pasajeros que aún conservaban la lucidez mientras que contemplaban el batallar de tripulantes y ladrones a la luz de los relámpagos podían oír el martilleo de los fantasmas en las bodegas sumergidas.

Fue el último viaja del Great Eastern. La pesadilla finalizó cuando el barco arribó a Nueva York. Los pasajeros abandonaron el Great Eastern, sólo para buscar abogados inmediatamente y poner pleitos por decenas. Esta vez el Great Eastern no tuvo tanta suerte al entrar en Nueva York. Su masivo fondo de acero se rajó como la cáscara de un huevo al tropezar con una roca sumergida en la bahía de Long Island. Una roca que nadie había visto hasta aquel momento y que jamás había causado problemas en la navegación.

El gigantesco monumento a la maldición extraña del diamante Hope fue encimado a un astillero para reparaciones. Los obreros que trabajaban en el casco apenas duraron un día, hasta que los martillazos misteriosos se dejaron sentir en los recónditos paneles sellados. El capitán se rió de esto, hasta que los oyó por él mismo. Irónicamente, el Great Eastern, que representaba un paso en el futuro, un avance de cincuenta a setenta años a su época, también fue el iniciador de la ciencia ficción.

En 1867 dio su último viaje llevando pasajeros desde Nueva York hasta la Exposición Mundial que brindaba Luis Napoleón en Paris. Allí el escritor de ciencia ficción Julio Verne tomó el barco como modelo para describir el superbarco que utilizaría en su novela La Ciudad Flotante.

Y de nuevo el barco extraño, enigmático, criminal y maldecido se veía envuelto en una aventura fuera de su época cuando se le destinaba para llevar el primer cable telegráfico bajo el océano entre Londres y Nueva York. Tras mil doscientas millas de cable lanzado al fondo del océano, éste se rompió en pedazos perdiéndose en el mar una fortuna en metal y las esperanzas de comunicar los dos continentes.

Pero en la vida de aquella maravilla flotante que jamás llegó a serlo habría de suceder algo positivo. Un año después, tras un viaje accidentado el Great Eastern llegaba orgullosamente a Nueva York. Había tirado el cable submarino que unía los dos continentes, al precio de varias vidas en accidentes durante la travesía.

De allí en adelante el Great Eastern entró en un proceso de humillación progresiva. Su primer triunfo fue el último. Terminó rodeado de chatarra en el Támesis. Sus ciclópeos costados se tomaron como vallas para pintar letreros propagandísticos en el barco muerto. Mientras que el óxido y la corrosión le mellaban su efímera vida. Por fin se decidió convertirlo en chatarra.

Durante la demolición del barco los misteriosos martillazos que habían causado tres motines e incontables vidas volvieron a dejarse sentir más fuerte que antes. La demolición comenzada en 1888 no terminó hasta 1890 ya que las diversas cuadrillas de obreros constantemente estaban en huelga por los martillazos que los aterrorizaban. Llegó el día en que la tapa final que separaba el fondo de la sala de maquinaria fue removida. Dos esqueletos humanos yacían en el piso de metal. Dos bolsas de herramientas en sus manos de hueso y en una de ellas un martillo.

El misterio de los golpes había sido descubierto, sólo para hacerse aún más impenetrable. Porque, a los ojos de la realidad era imposible que, un hombre empalado vivo y muerto en menos de una semana continuara durante casi diez años martillando al mundo el horror de su muerte.

— Via Creepypastas

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